La
invocación a Dios como dispensador de ayuda en nuestras necesidades y como
otorgador de favores al escuchar nuestros ruegos y plegarias, es connatural a
la fe en la divinidad y forma parte de esa actitud profunda ante el misterio
que supone ser creyente. Desde esa dimensión experimental de dependencia de “Alguien”,
y desde la constatación de nuestras limitaciones y de nuestra finitud es de
donde surge, precisamente, el sentimiento religioso en su perspectiva cultual y
sacrificial.
Eso,
naturalmente, no tiene nada que ver con el tráfico de influencias, el chantaje
espiritual o la voluntad de ser siempre triunfadores; pretendiendo así que se
hagan realidad nuestros deseos y proyectos, ya que (a cambio), nosotros nos sometemos
voluntariamente a la disciplina del Absoluto y omnipotente.
El
evangelio cristiano afirma que en y por Jesús Dios se nos ha hecho cercano en su
misterio y compañero de camino, y por eso Él mismo nos invita a hacerlo nuestro
confidente y presentarle nuestras inquietudes y nuestras necesidades: “Venid a mí todos los que estáis cansados y
agobiados y yo os aliviaré”.
La
actitud de gratitud y dependencia, de aceptación y de acogida de la voluntad
salvífica universal de Dios (en resumen: del simple reconocimiento de su
divinidad), no nos puede llevar a pretender manipularlo o comprarlo, ni a
pensar que Él pueda y quiera atender
nuestras súplicas y responder positivamente a nuestros ruegos. Por el
contrario, nuestras peticiones quieren poner de manifiesto una actitud de
confianza absoluta en Él. Presentarle con honradez nuestros deseos, siempre que
sean justos y nobles, es un mero decirle que lo sabemos tan cercano y lo
necesitamos tanto, que no podemos ni queremos ocultarle nuestros miedos y
nuestros agobios, nuestra fatiga y nuestras tristezas cuando la vida nos
resulta dura, amenazante, injusta, o aparentemente insoportable. Es, sencillamente
la cabeza que reposa en el hombro del amigo, una muestra de intimidad profunda
al margen de intereses; la petición no es condición ni prueba, sino mero
desahogo en quien sabemos nos comprende y nos quiere; es decirle que lo sabemos
con nosotros, compartiendo nuestro dolor y preocupado por nuestra vida, y que
no dudamos de su cercanía, de su generosidad y de su bondad.