Estamos tan viciados por nuestra mentalidad consumista, capitalista, competitiva y de mercado, que hemos llegado a ver a la Iglesia como algo distante e incluso le hemos dado el carácter de Servicio Público, considerándola como una institución religiosa, cuya obligación es proveer de productos religiosos a quienes se lo soliciten en función de una supuesta mentalidad creyente; es decir, su misión sería satisfacer las expectativas personales de quienes le piden algo. Como bien dicen los sociólogos, existe un mercado religioso y se busca una religión a la carta.
Desde
la perspectiva cristiana: ¡Qué gran traición al Evangelio
haber convertido la pertenencia a la Iglesia -la gran comunidad universal y
fraterna de los discípulos de Jesús- en una "organización
religiosa", con intereses patrimoniales, preocupaciones administrativas,
asuntos de protocolo social; cuando no en auténtico museo de elementos anacrónicos
o en mero ornamento festivo, vehículo de tradiciones cultuales!
Porque
la propuesta de Jesús, el Cristo, no se sitúa nunca en lo superficial, lo
espectacular o lo superfluo; ni siquiera en la f actitud contemplativa ante el
misterio de Dios y la consiguiente devoción o piedad pasiva, intimista y
distante. Tampoco la evangelización, el testimonio creyente y la
militancia consisten en proselitismo o pretensión de convencer; mucho menos en
imposición
o afán
desmedido de influencia social.
El
discípulo
de Jesús,
su testigo y seguidor, es por encima de todo un conjurado por la fraternidad,
una persona cuya vida manifiesta un modo de afrontar el misterio último
de su vida y de la realidad, en relación imprescindible y gozosa con aquel
crucificado. Y lo hace así porque solamente este Cristo ofrece
un horizonte de plenitud y de esperanza capaz de asegurar a la humanidad y al
universo entero que sus aspiraciones y anhelos más profundos y fundantes, ésos
que suponen siempre un enigma mientras vivimos en este mundo, pero que están
inscritos de tal modo en la textura de la vida que no podemos negarlos,
ignorarlos o despreciarlos, ese sustrato invisible pero innegable, no nos llama
a la angustia y a la frustración, sino a su culminación,
a su cumplimiento definitivo. Es desde ahí desde donde los cristianos nos
constituimos en Pueblo de Dios, en comunidad de hermanos, no tanto
preocupada por llegar a la perfección
y a la exigencia radical, como por hacer presente esa dinámica
del espíritu
divino cuya presencia inexplicable conforma nuestras vidas.
Nada
te turbe, nada te espante -decía santa Teresa-, solo Dios basta.
Los cristianos no somos consumidores de lo religioso como algo legítimo
y privado; sino portadores de lo divino, pregoneros de la auténtica
buena noticia, cómplices de un tal Jesús. Esa Iglesia es la que nos propone
rescatar el Papa Francisco.