Vivimos
hoy con la absurda pretensión de olvidar la muerte, de cerrar los ojos a lo
evidente e inevitable. Ocultamos la inminencia de la muerte a los demás bajo el
pretexto de “no asustarlos”, como si pudiera haber alguien tan necio o tan ciego
de creerse indestructible; y la eliminamos irresponsablemente de nuestras
preocupaciones, como si esconderla nos preservara de algo. No es serio ni
responsable ignorar la muerte. Sin angustia ni aspavientos, como simple reconocimiento
de nuestra realidad y como lo que es: el momento culminante y definitivo de
nuestra vida.
Hubo
un tiempo en que el pensamiento profundo y la filosofía se practicaba y
apreciaba como “preparación a la muerte”, estimándose como la tarea más noble
de la persona humana. Y es bien sabido que la piedad de la Edad Media pedía en su oración verse libre de una muerte
repentina, porque esa asunción consciente y plena del momento de nuestra
despedida definitiva del mundo material, dotaba de sentido a la persona humana.
Nosotros, con el prodigioso avance de la medicina y el desarrollo alcanzado por
nuestra sociedad, tendemos a silenciarla y maldecirla, con frustración y
desánimo; seguramente porque nos hemos endiosado y pretendemos extraer de
nuestra realidad finita el aura de misterio y enigma que envuelve nuestra
existencia y parece convocarla a un horizonte de plenitud inalcanzable.
La
vida como muerte. Tal como es. Desgastándonos, deshaciéndonos
imperceptiblemente en nuestra corporeidad, en nuestra materia; pero
conduciéndonos simultáneamente y a través de esta decadencia hacia una plenitud
presentida, adivinada, experimentada desde una profundidad involuntaria a la
que nos sabemos entregados.
La
vida como regalo, como recibida y acogida, como no exclusiva ni primordialmente
nuestra, como alteridad que hemos de personalizar, como invitación a ponerle
nombre, el nuestro; y que ello sea definitivo, sello de autenticidad, de personalidad
y de identificación de lo que hemos de llegar a ser.
La
vida siempre inconclusa, abierta a un horizonte que sabemosinfinito,
inabarcable, abismal pero amable, irremediablemente atractivo, de una riqueza
inagotable mucho más allá de nuestros deseos, superando y rebasando fantasías e
ilusiones. Tarea de gigantes y de héroes siempre vencidos, porque no pueden
evitar estar hechos de barro humano, de humus, de tierra y sangre.
La
vida que nos convoca a la alegría de sabernos polvo, piezas diminutas de la
gran obra del universo y de la historia, prescindibles y necesarios a un
tiempo, sin saber la razón profunda de lo uno y de lo otro; pero vibrando
apasionadamente cuando colocamos nuestra huella en ese enigma trascendente y
real, inalcanzable y próximo.
Y
felices. Felices y agradecidos por la muerte; por esa invitación a sumergirnos
en la aventura del misterio. Felices y agradecidos porque Alguien nos reciba en
sus manos, ésas que ya sentimos nos están acariciando cada vez que sonreímos o
gozamos. Felices por poder un día desprendernos de miserias, de limitaciones y
de barro, de nuestros obstáculos terrenos que se deshacen al menor golpe. Felices,
aunque sea al precio de vernos desfallecer y debilitarnos, de palpar el fango,
nuestro fango. Porque sólo palpándolo, lo sabemos, resucitamos…