Hay dos actitudes típicas
de nuestra sociedad occidental, cuyas consecuencias están a la base del
comportamiento de todos nosotros e impregnan nuestra vida de modo más o menos
inconsciente y más o menos voluntario, y las cuales solemos esgrimir como
argumento incontestable a la hora de justificar nuestra conducta; e incluso les
otorgamos el carácter de ser prueba de nuestra responsabilidad y de la seriedad
de nuestra conducta. Me refiero a la exigencia del derecho que tenemos a la privacidad, a reclamar el respeto absoluto
a los considerados como asuntos propios;
y a la consideración de que el tiempo es
oro, lo cual nos lleva a programar al minuto nuestra jornada y todas
nuestras actividades, andando así siempre apresurados, pendientes del reloj,
intranquilos y en tensión, con la pretensión de abarcarlo todo.
Y no nos damos cuenta de que, en contraste con
tales exigencias, con frecuencia nuestra sociedad y nuestro ambiente están
dominados y dirigidos por una actitud morbosa de exponer impúdicamente
intimidades y miserias en determinados foros, sean de programas basura, de
redes sociales, de reality shows, o
por otros medios. Ni de que perdemos miserablemente el tiempo en las
actividades más banales y superfluas: chateos, videojuegos, whatsapps obsesivos, consumo de esa telebasura, desmesura en nuestras
aficiones y deportes, etc.
Pero, al margen de nuestra miopía y de nuestra inconsecuencia,
de la diferencia entre nuestras exigencias y nuestro comportamiento real; más
allá de todo eso, el cristiano se encuentra por su Bautismo comprometido con
una actitud ante la vida, ante la sociedad y ante su prójimo, que le obliga a
fundamentarla en los valores opuestos. Ser cristiano implica renunciar a la
dictadura de los asuntos propios:
nuestro único asunto es transparentar a Dios porque vivimos sumergidos en Él,
en su amor y en su misericordia, en su santidad, en su gracia,… llamémoslo como
queramos. Y es también rechazar y combatir como arrogante esa mentalidad de
urgencia y agobiante, cuya aparente justificación es “no perder el tiempo”: el
cristiano pierde voluntariamente su
tiempo para dedicarlo a los demás, sin angustias ni horarios inflexibles,
sin esa pretendida urgencia desmedida y falsa.
Porque el ineludible caminar juntos de los discípulos
de Jesús significa estar abierto a todos y siempre, ser portadores del amor
trinitario divino. El trayecto de nuestra vida personal es la convocatoria a
descubrir juntos, a caminar de la mano para, día a día, agradecer y
entusiasmarse con la imprevisibilidad del regalo de Dios, con su continua
sorpresa, con su providencia, con lo siempre imprevisto que trae cada día a nuestra
vida y cuyo impacto al contradecir nuestros programas y proyectos es tal, que
necesitamos el soporte, el ánimo, y la palabra del hermano para no quedarnos
desconcertados. La comunidad nos da clarividencia y enriquece esa vida nuestra
compartida.
No lo dudemos ni nos dejemos atrapar por las falsas
apariencias del rigor y la seriedad de nuestra civilizada vida, la propuesta
evangélica de Jesús, el programa cristiano es ése: desenmascarar nuestras
miserias y quimeras y convocarnos el Reino
de Dios, el de la verdad y la auténtica vida, el de descubrir con el
prójimo el horizonte de vida fraterno y universal al que Él nos convoca. Es un
buen momento para redescubrirlo y no consentir en olvidarlo.